martes, 22 de septiembre de 2009

EL ENTIERRO DE MI MADRE


Era Viernes Santo, el día que las campanas enmudecen y los fúsiles apuntan al corazón de la tierra, el día que la Cristiandad rememora la muerte de Jesucristo, y ese día, como si del mismo Cristo se tratará, se enterró mi madre. A las cinco de la tarde, la hora sagrada de los toreros, la hora fatídica de la muerte. Y en procesión, igual que el Santo Entierro, acompañaron su féretro alabarderos, nazarenos y penitentes hasta el cementerio. No tocaron las campanas, pero tuvo el mejor acompañamiento. Yo me escapé de la casa de unos amigos para ver su entierro, para decirle adiós a la caja con sus restos. A mis nueve años no podía entender la tragedia, pero algo me decía que aquella despedida era definitiva y mi madre irrepetible, insustituible, irreemplazable. Permanecí escondido detrás de una esquina hasta que la comitiva se perdió a lo lejos camino del cementerio. Permanecí todavía largo rato en aquel lugar, con la vista fija en el punto por donde había desaparecido, quizás con la remota esperanza de verla aparecer como la recordaba, con el brío y la hermosura de treinta y tres años. Como un autómata, aturdido por la pena, la calle borrosa por el llanto, fui a por mis hermanos, los dos más pequeños que yo, pero igual de desvalidos. Los abracé, tal vez, el pequeño me preguntó por mamá y mi hermana me mostró un trozo de dulce, diciéndome: ”Toma dáselo a mamá” Cuando llegamos a casa solamente quedaban algunos parientes, todos llegados de fuera para el entierro. Hubieron de seguir con sus vidas, volviendo a sus pueblos, y allá quedaron tres niños y un viudo en un pueblo pequeño.
Pasó S emana Santa, volvieron a tocar las campanas, la boca de los fusiles a mirar al alba. Los niños crecieron sin olvidar su historia, historias de pobres, grandes historias.

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